En el perezoso sopor de aquella tarde, mientras tomábamos el sol en tu jardín, dormitaba desnudo a tu lado. Tu jardín es soleado, tranquilo y discreto.
Me sacaste del delicioso duermevela cuando sentí tu mano por mi entrepierna. Me quedé quieto, expectante. Ascendiste lentamente por mis testículos, acariciándolos, jugueteando por esa deliciosa línea sensible que marca su singular frontera.
Seguiste hacia mi polla ya casi erecta. Siempre despacio, jugando conmigo. Yo siempre quieto, como dormido.
Buscaste con tus dedos, con sus uñas, cada posible punto de placer en el recorrido que lleva a mi glande, que esperó ansioso el regalo que le dabas.
Seguí con los ojos cerrados, tumbado, gozando con tus caricias. Me dediqué a dejarte hacer, a gozar cada segundo, a disfrutar, a sentir.
Tu mano comenzó a masajear mi capullo... primero por el borde, luego subiendo hacia la apertura de la punta, luego todo, luego humedeciéndolo con tu saliva, con mis secrecciones. Tu mano exploró mis jadeos, dedicándome más placer cuando estos se aceleraban. Exploró mis movimientos, insistiendo en los que más me estimulaban. Tus manos jugaron a llevarme casi al orgasmo, parando entonces, dejándome recuperarme y arrancando de nuevo.
No se cuanto tiempo estuviste así, pero sospecho que bastante. Por varias veces estuve a punto de correrme, hasta que por fin me dejaste ir, y yo por fin, pude gritar de placer, sentir como mis músculos lanzaban semen por mi vientre y gozar de un orgasmo delicioso... y abrir los ojos, mis oidos, y verte sentada junto a mi, las piernas entreabiertas, la boca abierta, jadeando, una mano acariciando mi capullo húmedo, la otra en tu sexo moviéndose rápidamente, tu cabeza inclinándose hacia atras y oirte explotar en tu orgasmo.